“Pero murió Josué hijo de Nun,
siervo de Jehová, siendo de ciento diez años. Y lo sepultaron en su heredad en
Timnat-será, en el monte de Efraín, al norte del monte de Gaas. Y toda aquella
generación también fue reunida a sus padres. Y se levantó después de ellos otra
generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel.”,
Jue. 2:8-13.
Los días que nos tocan vivir son asombrosos por la forma cómo
la gente puede desconocer a Dios. Hoy podemos ver que existe una generación de
hombres y mujeres que no tienen temor de Dios, que echan tras sus espaldas la
palabra de Dios y no les interesa preocuparse por su salvación. Es la época en
que diluimos el mensaje de Cristo para dar cosas halagüeñas a la gente, cosas
que les gusta oír, hoy abundan los maestros que aprovechan “el comezón de oír
de los incrédulos”, para darles lo que quieren menos la palabra de Dios. Es el
tiempo en que en lugar de decirle a la gente que se arrepienta de sus pecados, le
hablamos mensajes de superación personal. Como decía un amigo pastor, hoy ya la
gente “no quiere mensajes, sino masajes”, quieren que se les engría, que se les
diga que son buenos, que ellos tienen poderes y capacidades que deben saber
explotar y encauzar debidamente. Seguramente es preferible decirle al pecador
que “en ti hay un campeón”, antes que decirle como el profeta Isaías le decía
al pueblo pecador de su tiempo: “Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay
en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni
vendadas, ni suavizadas con aceite”, (Is. 1:6). A nadie le gusta que le digan
que está en fornicaciòn o adulterio, o que vive en corrupción moral y
espiritual y que si no se arrepiente se irá al infierno. Estas cosas suelen ser
ofensivas, y como dijo alguien “no es estratégico si es que queremos ganar
almas para la iglesia”. Creo que lo que dice Jueces proféticamente se está
proyectando a nuestro tiempo, pues ahora también existe una “generación que no
conoce a Jehová”. Es una generación que no conoce al Dios verdadero que se ha
revelado por medio de su Hijo Jesucristo y desea salvarla, pero antes debe
arrepentirse de sus pecados y creer en Jesús como su Salvador personal. Es increíble
ver hoy cómo se le invita a la gente a aceptar a Cristo sin llamarle como digo
al arrepentimiento y a la renuncia al pecado. No existe un malestar, un dolor,
un corazón compungido por el pecado, nada de esto, convertirse ahora es como cambiarse de equipo,
como un cambio de camiseta, porque seguir a Cristo trae más ventajas que no
seguirlo, pues Él es milagroso, te da poder, victoria, unción, prosperidad,
dinero, propiedades, y por supuesto la vida eterna. Pero es un llamado a no
cambiar, a mantenerte en tus debilidades y ataduras y seguir siendo esclavo del
pecado. Es un llamado a seguir siendo el hombre de siempre que no ha cambiado
ni le interesa cambiar de estilo de vida, porque sencillamente no se le dijo “que
se arrepienta”. El mensaje apostólico de la iglesia primitiva no se escucha con
frecuencia en los llamados “apóstoles de nuestro tiempo”, que dice: “Por tanto,
arrepentíos y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que
tiempos de refrigerio vengan de la presencia del Señor” (Hch. 3:19). Si la
gente no se arrepiente y no le interesa hacerlo, por más que acepten a Cristo
no entrarán al cielo, porque tampoco estarán dispuestos a “hacer la voluntad
del Padre”. El mensaje de Cristo no está en cuestión, está en cuestión la forma
cómo la gente de hoy se convierte. No nos debe extrañar que nuestras iglesias estén
pobladas y superpobladas de personas que solo Dios sabe si se han arrepentido
verdaderamente. En los países donde se dice que existe “un avivamiento del Espíritu”, existe el
incremento de la delincuencia, la pobreza, la corrupción y el pecado, y
¿llamamos a esto avivamiento? Jesús dijo: “Por sus frutos los conoceréis”.
Seguramente que los frutos de una vida consagrada y en santidad son más
importantes que llenar los templos de personas que no sabemos si saben què significa
vivir como Dios manda. Sólo espero que Dios nos ayude a reflexionar sobre
nuestra propia condición espiritual y nos ayude a no predicar un evangelio diluido
que no llame a la gente al arrepentimiento y crea encima que entró al cielo
cuando probablemente no sea así. El convertido auténtico da frutos, el que no, produce
espinos. El convertido auténtico tiene las lámparas encendidas, el que no, no
tiene aceite. El convertido auténtico produce a treinta, a sesenta y a ciento
por uno, el que no, no produce nada. Dios nos ayude a ser fieles a su mensaje y
que lo anunciemos como debe ser y veamos los frutos debidos para su gloria,
haciendo caso a lo que dice el apóstol Pablo: “Procura con diligencia
presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que
maneja con precisión la palabra de verdad”, (2 Ti. 2:15).
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