El Perú es un país donde la semilla del evangelio ha sido sembrada por años. Iglesias, ministerios, campañas y medios cristianos se multiplican, y sin embargo, la maldad, la corrupción y la injusticia parecen crecer. ¿Cómo entender esta contradicción?
Por un lado, es posible que la Iglesia haya descuidado su verdadera misión. Muchas veces, la evangelización se ha reducido a eventos o programas, y no a un estilo de vida que transforme comunidades. Quizás hemos predicado con palabras, pero no con el ejemplo; hemos hablado del Reino, pero no hemos mostrado su poder en obras de amor, justicia y santidad.
Por otro lado, la Biblia también nos advierte que en los últimos tiempos “el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:12), y que los hombres se harán más duros de corazón. Puede ser que estemos viviendo justamente esa realidad: un mundo que, aunque escucha el mensaje, lo rechaza; corazones cerrados ante la verdad.
Sin embargo, esto no debe llevarnos al desaliento. Al contrario, debe despertar a la Iglesia. Si la oscuridad aumenta, es porque la luz no está brillando lo suficiente. El problema no está en el mensaje —el evangelio sigue siendo poder de Dios— sino en los mensajeros que han perdido pasión, santidad y compasión por las almas.
Es tiempo de que la Iglesia en el Perú se examine.
¿Estamos predicando por obediencia o por costumbre?
¿Estamos discipulando o solo sumando números?
¿Estamos influenciando nuestra nación o dejándonos influir por ella?
El cambio no empezará en el Congreso ni en los palacios, sino en el altar de Dios. Cuando los creyentes vuelvan a llorar por su país, cuando los ministros se levanten con integridad y cuando el pueblo viva el evangelio más que predicarlo, el Perú verá un verdadero avivamiento.
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