miércoles, 24 de diciembre de 2025

UNA NAVIDAD DISTITNTA

 


Para Julio Gálvez, la Navidad nunca fue sinónimo de Dios.

Era solo una fecha más en el calendario para escapar, gastar dinero y silenciar por unas horas ese vacío incómodo que lo acompañaba cuando se quedaba solo.

Tenía 28 años, un buen trabajo en una empresa de logística en Lima y un grupo de amigos que siempre estaban disponibles… cuando él pagaba. Cada diciembre era igual: autos cargados rumbo a una playa del sur, parlantes a todo volumen, ríos de licor y risas que duraban hasta el amanecer. Mujeres iban y venían, promesas vacías se decían entre brindis, y por unas horas Julio se convencía de que eso era vivir.
Pero cuando el ruido se apagaba, algo dentro de él seguía gritando.
Aquella Navidad no fue distinta. En la playa de Asia, rodeado de luces y música, Julio miró a su alrededor:
—¿Esto es todo? —pensó, mientras observaba a Marco, su amigo de siempre, pidiéndole otra ronda “fiada”, y a Diego contando el dinero que Julio acababa de sacar del cajero.
—¡Vamos, hermano! ¡Es Navidad! —gritó Marco levantando la botella.
Julio sonrió, pero su sonrisa ya no era sincera.
Días después, de regreso a Lima, caminaba solo por el centro. El sol caía y la ciudad parecía apurada, indiferente. Fue entonces cuando algo cayó a sus pies: un folleto arrugado. Estuvo a punto de ignorarlo, pero una frase lo detuvo:
“El vacío del corazón humano no puede ser llenado por placeres, dinero ni personas… solo por Dios.”
Julio se quedó inmóvil. Esa frase parecía hablarle directamente.
—¿Cómo saben eso? —murmuró.
El folleto tenía una dirección y una hora. Guardó el papel en el bolsillo, decidido a olvidarlo. Pero esa noche no pudo dormir. La frase se repetía en su mente como un eco.
Una semana después, sin saber bien por qué, se encontró frente a una pequeña iglesia, sencilla, casi escondida entre casas antiguas. Dudó. Pensó en sus amigos, en las burlas, en lo absurdo que le parecía todo eso. Estuvo a punto de irse.
Pero entró.
Adentro había pocas personas. Un anciano le dio la bienvenida con una sonrisa sincera. Una joven llamada Claudia le ofreció sentarse. El pastor comenzó a hablar, no de religión, sino de gracia, de un Dios que no prometía fiestas eternas, sino sentido, perdón y vida nueva.
Julio no pudo contener las lágrimas.
Por primera vez alguien puso nombre a su vacío, a su cansancio, a su soledad disfrazada de diversión. Esa noche, en silencio, se rindió a Cristo. No fue una emoción pasajera; fue una decisión profunda.
Pero el verdadero desafío empezó después.
Cuando Marco lo llamó para planear la fiesta de Año Nuevo, Julio dijo que no iría.
—¿Qué te pasa? ¿Te volviste santo? —se burló Diego.
—Ya no es lo mío —respondió Julio con calma.
Las burlas se volvieron desprecio. Las invitaciones, reproches. Los “amigos” desaparecieron cuando el dinero también lo hizo. Julio se quedó solo… pero ya no vacío.
Hubo noches difíciles, tentaciones, dudas. Pero ahora oraba. Leía. Lloraba. Y Dios estaba allí.
La siguiente Navidad fue distinta.
Julio volvió a esa pequeña iglesia. No había playa, ni música estridente, ni alcohol. Había paz. Al final del culto, mientras cantaban un villancico sencillo, Julio sonrió.
Por primera vez entendió que la Navidad no era una fecha para escapar de la vida, sino el recordatorio de que Dios había venido a encontrarse con él.
Miró al cielo y susurró:
—Gracias, Señor… ahora sé que Tú eres todo lo que me faltaba.
Y en ese momento, Julio supo que su vida, al fin, tenía sentido.

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