A veces el creyente atraviesa momentos buenos y malos en la vida. Tener a Dios en el corazón no significa que estaremos libres de dificultades, sino que contaremos con Su presencia en cada paso del camino. Las pruebas —ya sean económicas, familiares, emocionales o de salud— no llegan por casualidad; Dios las permite para fortalecer nuestra fe y enseñarnos a depender más de Él.
El apóstol Pedro escribió: “Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo.” (1 Pedro 1:7)
El fuego de la prueba no destruye al creyente, lo purifica. En medio de la escasez, Dios enseña provisión; en la enfermedad, enseña fe; en la pérdida, enseña esperanza; y en la persecución, enseña amor y paciencia. Nada de lo que vivimos es en vano. Cada lágrima, cada lucha, cada silencio tiene un propósito divino.
Recuerda: el mismo Dios que estuvo con José en la cárcel, con Daniel en el foso de los leones y con los tres jóvenes en el horno de fuego, también está contigo. Aunque no lo veas, Él está obrando. Aunque no lo sientas, Él no se ha ido. Su promesa sigue en pie: “No te dejaré, ni te desampararé.” (Hebreos 13:5)
Por eso, no desmayes. La prueba que hoy te duele mañana será testimonio de la fidelidad de Dios. Él es especialista en transformar el dolor en propósito y las lágrimas en victoria. Sigue confiando, sigue creyendo, sigue esperando.
Dios tiene el control de todo, y al final podrás decir con gozo: “Jehová estuvo conmigo y me dio fuerzas.” (2Timoteo 4:17)
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