El apóstol Pablo advirtió a Timoteo que “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos” (2 Timoteo 3:1). No se refería solo a guerras, pestes o crisis económicas, sino a algo aún más grave: la degradación moral y espiritual del ser humano. Los “tiempos peligrosos” no serían tanto por las circunstancias externas, sino por el corazón endurecido de los hombres.
“Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos…” (2 Timoteo 3:2-5).
Hoy esa descripción parece escrita para nuestra generación. Vivimos una era en la que el amor propio ha reemplazado el amor a Dios. Las redes sociales alimentan el egocentrismo, la codicia se disfraza de éxito, la soberbia se aplaude como autoestima, y la desobediencia se considera independencia. El ser humano ha desplazado a Dios del centro de su vida para poner allí su propio yo.
La moral se relativiza, la verdad se negocia, y el pecado se normaliza. El corazón del hombre se enfría porque el amor de muchos se ha enfriado (Mateo 24:12). Ya no se distingue lo santo de lo profano, y muchos llaman bien al mal y mal al bien (Isaías 5:20). El carácter, que antes se formaba bajo los valores eternos de la Palabra, hoy se moldea bajo las corrientes del mundo, que cambian según la moda o la conveniencia.
Sin embargo, esta crisis moral también es una señal profética. Jesús mismo dijo que antes de su venida, la maldad aumentaría, pero también prometió que “será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14). Es decir, mientras el mundo se oscurece, la iglesia debe brillar más fuerte.
Ahora más que nunca, los creyentes debemos mantenernos firmes, reflejando el carácter de Cristo frente a una sociedad sin dirección. No basta con lamentar la decadencia moral; hay que vivir diferente, amar como Cristo amó y predicar sin miedo la verdad del evangelio. El mundo necesita ver hombres y mujeres transformados, no por la cultura, sino por el Espíritu Santo.
Los tiempos finales revelan no solo la corrupción del hombre, sino también la fidelidad de Dios. Él sigue llamando, sigue salvando y sigue usando a su iglesia para alcanzar a los perdidos.
Que cada creyente sea una voz profética en medio del ruido, una luz que no se apaga ante las tinieblas. Porque aunque el carácter del mundo cambie para mal, el carácter de Cristo en nosotros permanece para siempre.
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