“Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.” — Hebreos 11:6
La fe es el cimiento sobre el cual se edifica toda relación con Dios. No se trata de un simple sentimiento religioso ni de una creencia superficial, sino de una convicción profunda en el carácter, la palabra y las promesas de Dios.
El autor de Hebreos nos enseña que nadie puede agradar a Dios sin fe, porque la fe es la base de la comunión con Él. Para acercarse a Dios, primero hay que creer que Él existe, pero también que es un Dios bueno, justo, y fiel para recompensar a quienes le buscan con sinceridad.
En toda la Escritura vemos que la fe ha sido el medio por el cual los hombres y mujeres de Dios alcanzaron aprobación divina. Abel ofreció un mejor sacrificio por fe; Enoc fue traspuesto sin ver muerte por su fe; Noé construyó el arca por fe; Abraham obedeció por fe; Moisés renunció a los tesoros de Egipto por fe. Cada uno agradó a Dios no por su fuerza, sino por su confianza en Él.
La fe agrada a Dios porque le reconoce como Dios. Cuando confiamos en Él, estamos declarando que su palabra es verdad, que su poder es real, y que su voluntad es perfecta. La incredulidad, en cambio, niega su fidelidad y cierra la puerta a su obrar.
Por eso, el creyente debe vivir cada día sostenido por la fe. No se trata solo de creer en momentos de necesidad, sino de vivir en una actitud constante de dependencia del Señor. La fe es una forma de vida, no un evento.
El apóstol Pablo también lo confirma cuando dice: “Mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17). Esto significa que todo lo que hacemos, oramos, esperamos y emprendemos debe nacer de la fe en Dios.
En un mundo lleno de incertidumbre, Dios sigue buscando hombres y mujeres que confíen en Él, que crean aunque no vean, y que obedezcan aunque no comprendan. Porque cuando caminamos por fe, no solo agradamos a Dios, sino que experimentamos su poder y su favor en nuestras vidas.

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