La envidia es una emoción silenciosa que, si no se controla, puede destruir la paz interior y las relaciones con los demás. Es ese sentimiento que nos hace sufrir por el bien ajeno, cuando en lugar de alegrarnos por el éxito de otros, sentimos amargura en el corazón. La Biblia nos enseña que la envidia no solo daña al que la padece, sino que también puede convertirse en raíz de conflictos, resentimientos y hasta destrucción espiritual.
Caín envidió a su hermano Abel porque Dios miró con agrado su ofrenda, y esa envidia lo llevó a cometer el primer asesinato (Génesis 4:3-8). Así también, José fue vendido por sus propios hermanos movidos por la envidia (Génesis 37:11). En ambos casos, la envidia cegó el amor fraternal y trajo dolor y separación.
El apóstol Santiago advierte: “Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa” — Santiago 3:16
La envidia consume como fuego interior. Nos roba la gratitud por lo que ya tenemos, nos aparta de la humildad y nos impide disfrutar las bendiciones que Dios nos ha dado. Es una señal de insatisfacción con el propósito divino en nuestra vida.
El apóstol Pablo nos llama a vivir de una manera distinta: “No hagamos nada por contienda o por vanagloria; antes bien, con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo.” — Filipenses 2:3
Y también dice: “El amor no tiene envidia” — 1 Corintios 13:4
La mejor medicina contra la envidia es el amor y la gratitud. Cuando amamos verdaderamente, nos alegramos del bien ajeno. Cuando agradecemos a Dios por lo que tenemos, aprendemos a descansar en su soberanía, sabiendo que Él da a cada uno conforme a su plan perfecto.
La envidia no construye, destruye. No edifica, divide. Pero cuando dejamos que el amor de Cristo llene nuestro corazón, encontramos satisfacción en lo que somos y tenemos. Así, podemos celebrar las victorias de otros como si fueran propias, sabiendo que en el Reino de Dios todos somos parte del mismo cuerpo y que cada miembro tiene su propósito.
“Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela.” — Salmo 34:14
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