En el ser
humano existe un profundo anhelo por buscar su propia gloria, ser admirado,
reconocido, aplaudido, respetado, querido, estimado, etc. Ya los antiguos
faraones incluso los césares romanos iban más allá de la intención de ser
reconocidos al punto que se endiosaban a sí mismos creyéndose deidades en
cuerpos humanos y exigían adoración por parte de sus súbditos. Esto no ha
cambiado en nuestros días, pues hay quienes todavía tienen en su ánimo el deseo
de ser considerados una especie de “Mesías” por sus logros o contribuciones en
diferentes campos de la ciencia y del saber, pero la gente no cae fácilmente en
el engaño de llevarlos ante un altar y rendirles pleitesía. Sobre todo si
hablamos de una sociedad posmoderna, secularizada, y apóstata que nada cree,
pero tampoco se cierra ante fenómenos que no puede explicar. Con todo esto el
corazón del hombre no ha cambiado y en el frenesí de su vanagloria y su
descontrol puede aún aspirar a ser considerado “un dios”. Pero por otro lado,
vemos, ya hablando en el ámbito eclesial que hay quienes buscan también ser
reconocidos, son líderes que viven de los aplausos y de la admiración de la
gente, son algo parecidos a los artistas y cantantes famosos que requieren de
una dosis de engreimiento por parte de sus admiradores para poder alimentar su
ego. En la iglesia cuando uno es llamado a servir, como dice el término “debe
servir”, estar bajo el mando de alguien superior. Es decir, estoy llamado a ponerme
bajo las órdenes de mi Señor y Salvador y estar dispuesto a hacer su voluntad,
no la mía. Es triste ver cómo hay muchos que no consideran esto y no se sujetan
al “escrito está”, y se burlan de la palabra de Dios con sus disparates y
ocurrencias, son los profetas “que Dios no envió”, aunque hablen y tengan
seguidores. Más bien podría suceder en ellos el caso que mencionó Jesús: “Dejadlos;
son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el
hoyo” (Mt. 15:14). Dios nos libre de enceguecernos ante su verdad revelada
porque aquí sí que estaríamos engañándonos y engañando al pueblo de Dios y el
Señor nos demandará por esas almas. Si eres llamado por Dios a servir no lo
hagas buscando tu propia gloria, busca la gloria de Dios, que tu corazón no se
engría frente a los aplausos y reconocimientos humanos, que tus ojos no se
enceguezcan por las recompensas humanas. Ten cuidado en volverte un “refinado”
que debe ser tratado como rey y merecedor de todas las prebendas y gollerías,
peor aún si tu corazón sólo anda en busca de estas cosas. Es tiempo de
humillarnos ante el Rey de reyes y Señor de señores y agradecerle por llamarnos
para servirle y que Dios nos haga dóciles para estar siempre dispuestos a
acatar su voluntad y hacer lo que a Él le agrada, no lo que nos agrada a
nosotros. Recuerda a los veinticuatro ancianos en la escena celestial (Ap.
4:10), es algo que tú y yo haremos
también en reconocimiento de su deidad y señorío, pues así como ellos lanzan
sus coronas delante del “que vive por los siglos de los siglos”, tú también
debes hacerlo no sólo allá en el cielo, sino aquí también en la tierra cuando
el engreimiento carnal, la vanagloria y el ego se desborden y deseen hacer que
tu persona crezca y que Él mengue, que Dios nos ayude a evitar este pecado
luciferino de robarle la gloria a Dios.
viernes, 12 de febrero de 2016
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