Hay momentos en la vida que parecen detener el tiempo. Una noticia inesperada, un diagnóstico difícil, una palabra que cambia todo: “tiene una enfermedad terminal”. En ese instante, el alma se estremece, el miedo se asoma y la fe parece temblar. Pero incluso allí, en medio de la oscuridad, Dios sigue presente.
El salmista escribió: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo.” — Salmo 23:4
Cuando el cuerpo se debilita y las fuerzas humanas se acaban, la presencia de Dios se hace más real que nunca. Él no promete una vida sin dolor, pero sí promete estar contigo en cada paso del camino. No estás solo. No estás olvidado. Dios conoce tu angustia, tus lágrimas y tus pensamientos en las noches silenciosas.
Jesús también enfrentó la angustia en Getsemaní. Su alma estaba “muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38), pero aun así oró: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya.”
Esa oración no fue una rendición al dolor, sino una declaración de confianza. Fue decir: “Padre, confío en que tu plan, aunque no lo entiendo, es bueno.”
Dios puede sanar milagrosamente, y muchas veces lo hace. Pero incluso si la sanidad física no llega, la esperanza en Cristo nunca muere. Porque para los que creen en Él, la muerte no es el final, sino el comienzo de una eternidad sin lágrimas, sin enfermedad, sin dolor.
“Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor...” — Apocalipsis 21:4
Es cierto, la enfermedad no define tu historia. Tu historia la escribe Dios, y Él escribe con tinta de gracia y amor eterno. Hoy puedes descansar en sus brazos, sabiendo que nada —ni la enfermedad, ni la muerte— podrá separarte de su amor (Romanos 8:38-39).
Él sigue siendo tu Pastor, tu Refugio y tu Esperanza. Aun en el valle más oscuro, la luz de Cristo sigue brillando.

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