A lo largo de la historia, la Iglesia ha tenido momentos de gran influencia política y económica. Desde las alianzas con imperios y monarquías hasta los pactos con gobiernos modernos, muchas veces se ha buscado obtener protección, recursos o reconocimiento. Sin embargo, esa búsqueda de poder terreno ha llevado también a la corrupción espiritual y a la pérdida de la pureza del Evangelio.
Jesús dijo claramente: “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36).
La misión de la Iglesia no es dominar estructuras humanas, sino predicar el Evangelio, hacer discípulos y servir a los necesitados. Cuando la Iglesia se asocia con los poderes terrenales para obtener privilegios o riquezas, corre el riesgo de comprometer su mensaje, de callar ante la injusticia y de adaptarse al sistema del mundo.
El apóstol Santiago advirtió: “¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios?” (Santiago 4:4).
Hoy, en tiempos donde las riquezas, la imagen y la influencia parecen ser los nuevos “dioses” de este siglo, la Iglesia debe mantenerse fiel a su llamado espiritual. No debe buscar poder político, sino autoridad espiritual; no debe acumular tesoros en la tierra, sino en el cielo.
Jesús enseñó: “No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).
Advertencias:
Peligro de la corrupción espiritual: cuando la Iglesia busca el favor del Estado o del dinero, termina justificando el pecado y perdiendo su discernimiento.
Desviación del propósito: en vez de ser luz del mundo, se convierte en parte de la oscuridad que antes debía confrontar.
Persecución futura: las alianzas con el poder humano suelen volverse en contra de la Iglesia cuando el gobierno cambia o cuando la verdad del Evangelio deja de ser conveniente.
Recomendaciones:
Mantener independencia espiritual: la Iglesia debe ser libre para predicar la verdad sin temor a perder apoyo político o económico.
Vivir con sencillez y transparencia: administrar los recursos con integridad, sin convertir la fe en un negocio.
Buscar la influencia del Espíritu Santo, no del mundo: el poder que transforma no viene del dinero ni de las alianzas humanas, sino de Dios.
Ser voz profética: aunque el mundo se oponga, la Iglesia debe levantar su voz contra la injusticia, el pecado y la idolatría moderna.
La verdadera grandeza de la Iglesia no está en su riqueza ni en su posición política, sino en su fidelidad a Cristo.
Cuando la Iglesia se mantiene pura, humilde y obediente, su influencia es mayor que cualquier poder terrenal. Porque la autoridad espiritual viene del cielo, no del trono humano.
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