El pastor Eliseo Ramírez había entregado su vida entera al servicio de Dios. Desde joven, cuando sintió el llamado al ministerio, supo que su vida no sería fácil, pero jamás imaginó cuánto habría de sacrificar.
Recorrió pueblos, caminó por caminos polvorientos, levantó templos con sus propias manos, y predicó con pasión en plazas y casas humildes. No buscaba reconocimiento ni riqueza; su mayor gozo era ver almas rendidas a Cristo.
Durante años, sostuvo su ministerio con lo poco que tenía. Cuando no había ofrendas, vendía algo de su hogar para seguir predicando. Su esposa lo acompañó con paciencia, y juntos criaron a sus hijos en medio de la escasez, pero con una fe inquebrantable.
—“Dios proveerá”, decía siempre Eliseo, mientras remendaba sus zapatos gastados o preparaba el mensaje del domingo.
Pasaron los años, y el cabello negro del pastor se tornó blanco como la nieve. Su voz ya no tenía la fuerza de antes, y su vista comenzaba a fallar. Sin embargo, su corazón seguía ardiendo por servir al Señor.
Un día, la junta de su denominación lo llamó. Le hablaron con formalidad, con palabras medidas, pero sin afecto:
—“Pastor Eliseo, creemos que ha llegado el momento de su retiro. Es tiempo de darle oportunidad a las nuevas generaciones.”
Eliseo guardó silencio. Esperaba escuchar alguna palabra de gratitud, o al menos un gesto de aprecio. Pero no hubo abrazo, ni carta, ni apoyo. Solo la instrucción de que debía entregar el templo y sus llaves.
Salió del lugar con el corazón apretado. Su alma, que siempre había confiado en la hermandad, se sintió sola.
Esa noche lloró como nunca antes. No por perder un cargo, sino por sentirse olvidado por aquellos a quienes había amado y servido.
Los días siguientes fueron difíciles. Su salud comenzó a deteriorarse y los recursos no alcanzaban. Nunca tuvo un plan de jubilación; su salario apenas le bastaba para vivir. No tenía seguro médico, y las medicinas eran caras.
Sus hijos, ya adultos, lo ayudaban como podían, pero también tenían sus propias familias que sostener.
Eliseo no se quejaba; oraba. Decía con voz temblorosa:
—“Señor, Tú sabes todo. No me dejes solo ahora que mis fuerzas se acaban.”
Y Dios no lo dejó.
Un domingo, mientras se encontraba en casa, un grupo de hermanos de una antigua iglesia que él había fundado llegó a visitarlo. Traían víveres, medicinas y una ofrenda.
Entre lágrimas le dijeron:
—“Pastor, usted sembró en nuestras vidas, y hoy queremos honrarle.”
Eliseo lloró. No por la ayuda material, sino porque se sintió amado.
Con el tiempo, más personas comenzaron a visitarlo. Lo invitaban a predicar breves mensajes, a testificar, a orar por otros. Aunque ya no tenía púlpito fijo, su palabra seguía teniendo poder.
Comprendió entonces que el llamado de Dios no se jubila.
Un día, mientras oraba en su habitación, sintió una profunda paz. Recordó cada templo construido, cada alma ganada, cada lágrima derramada. Y levantando sus manos dijo:
—“Gracias, Señor, porque aunque los hombres me olvidaron, Tú nunca lo hiciste.”
Esa misma noche, el pastor Eliseo partió al encuentro de su Creador.
Lo hallaron con la Biblia abierta sobre su pecho, y una sonrisa serena.
En su funeral, muchas personas testificaron de cómo aquel hombre de Dios había marcado sus vidas.
Y uno de sus hijos, con voz quebrada, dijo:
—“Mi padre no tuvo jubilación en la tierra, pero su recompensa está en el cielo.”
Hay siervos que dieron todo por el Reino, y hoy enfrentan el olvido.
Pero Dios no olvida a quienes sembraron con lágrimas. Puede que la iglesia terrenal los despida, pero el cielo los recibe con honra.
Y allá, donde el cansancio no existe, el Pastor Eliseo —y tantos como él— reciben su verdadera jubilación: el descanso eterno prometido por Aquel a quien sirvieron con fidelidad.
“Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.” — Mateo 25:23