jueves, 13 de noviembre de 2025

CUANDO LA ENFERMEDAD TOCA NUESTRA PUERTA

 


Hay momentos en la vida que parecen detener el tiempo. Una noticia inesperada, un diagnóstico difícil, una palabra que cambia todo: “tiene una enfermedad terminal”. En ese instante, el alma se estremece, el miedo se asoma y la fe parece temblar. Pero incluso allí, en medio de la oscuridad, Dios sigue presente.

El salmista escribió: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo.” — Salmo 23:4

Cuando el cuerpo se debilita y las fuerzas humanas se acaban, la presencia de Dios se hace más real que nunca. Él no promete una vida sin dolor, pero sí promete estar contigo en cada paso del camino. No estás solo. No estás olvidado. Dios conoce tu angustia, tus lágrimas y tus pensamientos en las noches silenciosas.

Jesús también enfrentó la angustia en Getsemaní. Su alma estaba “muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38), pero aun así oró: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya.”

Esa oración no fue una rendición al dolor, sino una declaración de confianza. Fue decir: “Padre, confío en que tu plan, aunque no lo entiendo, es bueno.”

Dios puede sanar milagrosamente, y muchas veces lo hace. Pero incluso si la sanidad física no llega, la esperanza en Cristo nunca muere. Porque para los que creen en Él, la muerte no es el final, sino el comienzo de una eternidad sin lágrimas, sin enfermedad, sin dolor.

“Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor...” — Apocalipsis 21:4

Es cierto, la enfermedad no define tu historia. Tu historia la escribe Dios, y Él escribe con tinta de gracia y amor eterno. Hoy puedes descansar en sus brazos, sabiendo que nada —ni la enfermedad, ni la muerte— podrá separarte de su amor (Romanos 8:38-39).

Él sigue siendo tu Pastor, tu Refugio y tu Esperanza. Aun en el valle más oscuro, la luz de Cristo sigue brillando.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

EL PASTOR OLVIDADO

  


El pastor Eliseo Ramírez había entregado su vida entera al servicio de Dios. Desde joven, cuando sintió el llamado al ministerio, supo que su vida no sería fácil, pero jamás imaginó cuánto habría de sacrificar.

Recorrió pueblos, caminó por caminos polvorientos, levantó templos con sus propias manos, y predicó con pasión en plazas y casas humildes. No buscaba reconocimiento ni riqueza; su mayor gozo era ver almas rendidas a Cristo.

Durante años, sostuvo su ministerio con lo poco que tenía. Cuando no había ofrendas, vendía algo de su hogar para seguir predicando. Su esposa lo acompañó con paciencia, y juntos criaron a sus hijos en medio de la escasez, pero con una fe inquebrantable.

—“Dios proveerá”, decía siempre Eliseo, mientras remendaba sus zapatos gastados o preparaba el mensaje del domingo.

Pasaron los años, y el cabello negro del pastor se tornó blanco como la nieve. Su voz ya no tenía la fuerza de antes, y su vista comenzaba a fallar. Sin embargo, su corazón seguía ardiendo por servir al Señor.

Un día, la junta de su denominación lo llamó. Le hablaron con formalidad, con palabras medidas, pero sin afecto:

—“Pastor Eliseo, creemos que ha llegado el momento de su retiro. Es tiempo de darle oportunidad a las nuevas generaciones.”

Eliseo guardó silencio. Esperaba escuchar alguna palabra de gratitud, o al menos un gesto de aprecio. Pero no hubo abrazo, ni carta, ni apoyo. Solo la instrucción de que debía entregar el templo y sus llaves.

Salió del lugar con el corazón apretado. Su alma, que siempre había confiado en la hermandad, se sintió sola.

Esa noche lloró como nunca antes. No por perder un cargo, sino por sentirse olvidado por aquellos a quienes había amado y servido.

Los días siguientes fueron difíciles. Su salud comenzó a deteriorarse y los recursos no alcanzaban. Nunca tuvo un plan de jubilación; su salario apenas le bastaba para vivir. No tenía seguro médico, y las medicinas eran caras.

Sus hijos, ya adultos, lo ayudaban como podían, pero también tenían sus propias familias que sostener.

Eliseo no se quejaba; oraba. Decía con voz temblorosa:

—“Señor, Tú sabes todo. No me dejes solo ahora que mis fuerzas se acaban.”

Y Dios no lo dejó.

Un domingo, mientras se encontraba en casa, un grupo de hermanos de una antigua iglesia que él había fundado llegó a visitarlo. Traían víveres, medicinas y una ofrenda.

Entre lágrimas le dijeron:

—“Pastor, usted sembró en nuestras vidas, y hoy queremos honrarle.”

Eliseo lloró. No por la ayuda material, sino porque se sintió amado.

Con el tiempo, más personas comenzaron a visitarlo. Lo invitaban a predicar breves mensajes, a testificar, a orar por otros. Aunque ya no tenía púlpito fijo, su palabra seguía teniendo poder.

Comprendió entonces que el llamado de Dios no se jubila.

Un día, mientras oraba en su habitación, sintió una profunda paz. Recordó cada templo construido, cada alma ganada, cada lágrima derramada. Y levantando sus manos dijo:

—“Gracias, Señor, porque aunque los hombres me olvidaron, Tú nunca lo hiciste.”

Esa misma noche, el pastor Eliseo partió al encuentro de su Creador.

Lo hallaron con la Biblia abierta sobre su pecho, y una sonrisa serena.

En su funeral, muchas personas testificaron de cómo aquel hombre de Dios había marcado sus vidas.

Y uno de sus hijos, con voz quebrada, dijo:

—“Mi padre no tuvo jubilación en la tierra, pero su recompensa está en el cielo.”

Hay siervos que dieron todo por el Reino, y hoy enfrentan el olvido.

Pero Dios no olvida a quienes sembraron con lágrimas. Puede que la iglesia terrenal los despida, pero el cielo los recibe con honra.

Y allá, donde el cansancio no existe, el Pastor Eliseo —y tantos como él— reciben su verdadera jubilación: el descanso eterno prometido por Aquel a quien sirvieron con fidelidad.

“Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.” — Mateo 25:23

FORTALECIDO EN MEDIO DE LA BATALLA

 


“Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza.” — Efesios 6:10

Hay momentos en la vida del hombre en los que todo parece ir cuesta arriba. Las cargas familiares, las presiones del trabajo, las batallas internas y las luchas espirituales pueden hacer que el corazón se sienta cansado y el ánimo se derrumbe. Sin embargo, es precisamente en esos momentos cuando el Señor se revela como nuestra fortaleza y refugio seguro.

El enemigo busca que el varón se sienta derrotado, que crea que ha fallado como esposo, padre o siervo. Pero Dios no lo ve así. Él no mira tu debilidad como un motivo de rechazo, sino como una oportunidad para manifestar Su poder.

“Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.” — 2 Corintios 12:9

El varón de Dios no se mide por la ausencia de problemas, sino por su capacidad de levantarse y seguir confiando en medio de ellos. Las luchas no te destruyen, te forman. Los conflictos no te hunden, te purifican. Cada lágrima derramada es una semilla que germinará en fortaleza y fe.

Dios te llama hoy a renovar tus fuerzas en Él. No en tus propios recursos, ni en tus habilidades, sino en el poder del Espíritu Santo.

“Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán.” — Isaías 40:31

Así que levántate, varón. No permitas que el desánimo te robe la fe. El Dios que te llamó, también te sostendrá. Las batallas que hoy enfrentas serán los testimonios de mañana.

Cree, ora, y avanza. Porque el Señor peleará por ti, y tú solo tendrás que estar tranquilo (Éxodo 14:14).

Oración:

Señor, en medio de mis luchas y debilidades, me refugio en Ti. Fortalece mi fe, renueva mi ánimo y dame la valentía para seguir adelante. Enséñame a confiar, incluso cuando no entiendo, y a descansar en Tu poder. Amén.

martes, 11 de noviembre de 2025

SIN FE ES IMPOSIBLE AGRADAR A DIOS



“Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.” — Hebreos 11:6

La fe es el cimiento sobre el cual se edifica toda relación con Dios. No se trata de un simple sentimiento religioso ni de una creencia superficial, sino de una convicción profunda en el carácter, la palabra y las promesas de Dios.

El autor de Hebreos nos enseña que nadie puede agradar a Dios sin fe, porque la fe es la base de la comunión con Él. Para acercarse a Dios, primero hay que creer que Él existe, pero también que es un Dios bueno, justo, y fiel para recompensar a quienes le buscan con sinceridad.

En toda la Escritura vemos que la fe ha sido el medio por el cual los hombres y mujeres de Dios alcanzaron aprobación divina. Abel ofreció un mejor sacrificio por fe; Enoc fue traspuesto sin ver muerte por su fe; Noé construyó el arca por fe; Abraham obedeció por fe; Moisés renunció a los tesoros de Egipto por fe. Cada uno agradó a Dios no por su fuerza, sino por su confianza en Él.

La fe agrada a Dios porque le reconoce como Dios. Cuando confiamos en Él, estamos declarando que su palabra es verdad, que su poder es real, y que su voluntad es perfecta. La incredulidad, en cambio, niega su fidelidad y cierra la puerta a su obrar.

Por eso, el creyente debe vivir cada día sostenido por la fe. No se trata solo de creer en momentos de necesidad, sino de vivir en una actitud constante de dependencia del Señor. La fe es una forma de vida, no un evento.

El apóstol Pablo también lo confirma cuando dice: “Mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17). Esto significa que todo lo que hacemos, oramos, esperamos y emprendemos debe nacer de la fe en Dios.

En un mundo lleno de incertidumbre, Dios sigue buscando hombres y mujeres que confíen en Él, que crean aunque no vean, y que obedezcan aunque no comprendan. Porque cuando caminamos por fe, no solo agradamos a Dios, sino que experimentamos su poder y su favor en nuestras vidas.

lunes, 10 de noviembre de 2025

CUANDO LA ESCASEZ HABLA

 



En la Biblia, Dios no se presenta como el autor de la miseria o la escasez, sino como un Padre proveedor, lleno de amor y cuidado por sus hijos. Sin embargo, Él puede permitir ciertas situaciones de necesidad para enseñarnos, corregirnos o moldear nuestro carácter.

Veámoslo con más detalle

1. Dios es proveedor, no empobrecedor

“Jehová es mi pastor; nada me faltará.” — Salmo 23:1
“Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús.” — Filipenses 4:19

Desde el principio, Dios estableció un orden de abundancia y provisión. La pobreza no fue parte del diseño original de la creación; vino como resultado del pecado, la desobediencia y la ruptura de la comunión con Él (Génesis 3).

2. La pobreza puede ser consecuencia de principios violados

A veces la pobreza no es una maldición divina, sino el resultado natural de:

·         Falta de sabiduría en la administración (Proverbios 21:20)

·         Pereza o falta de diligencia (Proverbios 6:6–11)

·         Malas decisiones o injusticia social (Proverbios 13:23)

Dios estableció principios de trabajo, siembra y cosecha; cuando estos se ignoran, las consecuencias son reales.

3. Dios puede usar la necesidad como escuela espiritual

A veces Dios permite etapas de escasez para probar la fe o enseñar dependencia.

“Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná... para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre.” — Deuteronomio 8:3

Es decir, la pobreza puede ser un medio pedagógico, no un fin. Dios no desea que vivamos en miseria, sino que aprendamos a confiar en Él antes de prosperar.

4. El propósito de Dios es bendecir para bendecir

“Acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder para hacer las riquezas.” — Deuteronomio 8:18

La prosperidad en la Biblia no es solo tener dinero, sino tener suficiencia en todo para hacer el bien. La riqueza sin propósito no glorifica a Dios, pero la provisión que fluye hacia otros sí.

En resumen:

·         No, la pobreza no viene de Dios.

·         Puede ser resultado de causas humanas o sociales.

·         Puede ser permitida por Dios con un propósito redentor.

·         El deseo de Dios es que vivamos con provisión, gratitud y generosidad.

 

domingo, 9 de noviembre de 2025

LA IGLESIA ANTE LA POBREZA EXTREMA: MISIÓN Y COMPASIÓN EN ACCIÓN

 


“El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres...” — Lucas 4:18

I. Una mirada a la realidad del Perú

El Perú es un país de contrastes: Por un lado, crecimiento económico y modernización; por otro, dolor y desigualdad.

Según el INEI (2025), alrededor del 26% de los peruanos vive en pobreza, y cerca del 2% en pobreza extrema.

Eso significa que más de medio millón de personas no tienen recursos ni siquiera para alimentarse adecuadamente cada día.

Las regiones más afectadas son Huancavelica, Ayacucho, Puno, Apurímac y Cajamarca, donde algunos pueblos sobreviven con menos de 5 soles diarios.

Mientras tanto, en las grandes ciudades como Lima o Arequipa, el progreso avanza, pero los cinturones de miseria crecen silenciosamente.

Esta brecha no solo es económica: es moral y espiritual.

Nos muestra cuán lejos está nuestra sociedad de cambiar esta realidad de muchos peruanos..

II. La Biblia y el clamor del pobre

Dios escucha el llanto de los que sufren. En toda la Escritura, Él se presenta como Defensor de los necesitados: “El que oprime al pobre afrenta a su Hacedor; mas el que tiene misericordia del pobre, lo honra.” — Proverbios 14:31

La pobreza no es simplemente una estadística: es una herida que Dios ve.

Cada niño desnutrido, cada anciano olvidado, cada madre que lucha por alimentar a sus hijos, son recordatorios vivos de que el reino de Dios aún no ha sido establecido en plenitud.

III. Jesús: esperanza para los olvidados

Cuando Jesús dijo en Lucas 4:18 que vino a “dar buenas nuevas a los pobres”, no hablaba solo de salvación espiritual.

También ofrecía dignidad, pan, consuelo y justicia.

Él sanaba, alimentaba y abrazaba a los que la sociedad despreciaba.

El Evangelio de Cristo no es indiferente al hambre ni a la pobreza: es un mensaje de restauración integral.

Por eso, cuando el Perú enfrenta pobreza extrema, la Iglesia no puede callar.

Somos llamados a ser voz, manos y corazón de Jesús para los que viven sin esperanza.

IV. La Iglesia y su responsabilidad

Dios no nos pide que resolvamos toda la desigualdad del país, pero sí que encarnemos su amor en nuestra comunidad.

Cada iglesia puede ser un faro de esperanza en su entorno:

Alimentando al hambriento.

Enseñando a los niños.

Capacitándose para generar trabajo digno.

Orando e intercediendo por justicia social.

“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres,

para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” — Mateo 5:16. El cambio nacional comienza cuando la fe se convierte en acción.

V. Un llamado a despertar

La pobreza extrema no es solo un problema económico; es una llamada de Dios al corazón del pueblo peruano.

Nos recuerda que la verdadera prosperidad no está en las cifras, sino en la justicia, la equidad y el amor al prójimo.

“El juicio será sin misericordia para el que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio.” — Santiago 2:13

Mientras haya hermanos viviendo con hambre, la misión de la Iglesia aún no ha terminado.

El Perú necesita un avivamiento con conciencia social. Un despertar donde la fe se traduzca en compasión.

Donde el Evangelio no solo se predique con palabras, sino también con pan, justicia y amor.

Que la Iglesia del Señor se levante para ser canal de esperanza en medio de la necesidad.

Que cada creyente pueda decir con convicción:

“No puedo cambiar todo el país, pero sí puedo reflejar a Cristo en mi comunidad.”

Oración final: 

Señor, abre nuestros ojos para ver la pobreza no solo con estadísticas, sino con tu corazón.

Enséñanos a actuar con amor, a compartir con generosidad y a reflejar tu justicia.

Haz del Perú una nación donde tu Reino se manifieste en misericordia y verdad.

En el nombre de Jesús, amén.

sábado, 8 de noviembre de 2025

CUANDO EL SERVICIO SE CONVIERTE EN AMBICIÓN

 


Vivimos días en los que muchos anhelan ocupar cargos públicos: presidentes, congresistas, senadores, alcaldes. Cada temporada electoral se levanta una multitud de aspirantes que dicen amar al Perú y querer servirlo. Pero al mirar con detenimiento, descubrimos que no pocos de ellos solo buscan servirse del Perú, y no servir al Perú.

La política se ha convertido, para muchos, en un medio de enriquecimiento, fama o poder. Ya no se exige integridad, sino influencia; no se valora la honestidad, sino la habilidad para prometer. Cualquiera puede entrar en política si tiene recursos, contactos o notoriedad, aunque carezca de principios morales o espirituales.

El resultado es un país cansado, decepcionado y confundido. Vemos corrupción, promesas rotas, leyes injustas, y un pueblo que sufre mientras algunos prosperan a costa de los demás.

Pero esto no debería sorprendernos, porque la Biblia dice: “Cuando los justos gobiernan, el pueblo se alegra; pero cuando gobierna el impío, el pueblo gime.” (Proverbios 29:2)

Cuando los impíos gobiernan, el pueblo sufre. Pero cuando los justos —hombres y mujeres con temor de Dios— son puestos en autoridad, la nación prospera. El problema no está solo en la política, sino en el corazón humano. Porque donde hay egoísmo, habrá abuso; donde hay ambición, habrá injusticia; pero donde reina el amor de Dios, florece la verdad y la justicia.

PELIGROS DE ESTA SITUACIÓN:

La corrupción se normaliza: lo malo se vuelve costumbre, y la conciencia se adormece.

El pueblo pierde la fe en toda autoridad, y reina la desconfianza.

Se debilitan los valores, porque se deja de creer en la verdad y la rectitud.

El egoísmo se impone, y cada uno busca “salvarse solo”, olvidando al prójimo.

COMO IGLESIA QUÉ DEBEMOS HACER:

Oremos por nuestra nación y sus autoridades, para que Dios tenga misericordia del Perú.

Pidamos líderes con temor de Dios, que entiendan que gobernar es servir, no aprovecharse.

Eduquemos con valores cristianos, para formar generaciones que amen la verdad y la justicia.

Votemos con discernimiento, no por simpatía, sino buscando integridad y buen testimonio.

Seamos luz y sal, cada uno desde su lugar, mostrando que solo en Cristo hay esperanza y transformación.

El Perú no cambiará con más leyes o con nuevos políticos, sino con corazones transformados por el Espíritu de Dios.

Solo cuando Cristo reine en los corazones, reinará también la justicia en la nación.

“Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que Él escogió como heredad para sí.” (Salmo 33:12)

CUANDO LA ENFERMEDAD TOCA NUESTRA PUERTA

  Hay momentos en la vida que parecen detener el tiempo. Una noticia inesperada, un diagnóstico difícil, una palabra que cambia todo: “tiene...