El
Perú atraviesa uno de los momentos más oscuros de su historia reciente. El
sicariato, la violencia urbana, la corrupción institucional y la indiferencia
de las autoridades se han convertido en el pan de cada día. El gobierno se
muestra insensible e ineficaz, mientras el Congreso actúa con una preocupante
desconexión de la realidad social, buscando intereses personales antes que el
bienestar común.
La
corrupción se ha institucionalizado, alcanzando todos los niveles de gobierno.
La Biblia habla claramente contra la corrupción y el soborno: “No torcerás el
derecho; no harás acepción de personas ni tomarás soborno, porque el soborno
ciega los ojos de los sabios y pervierte las palabras de los justos.” (Deuteronomio
16:19).
Cuando
los líderes se corrompen, no solo se afecta la justicia, sino que se destruye
la confianza social y se abre la puerta al caos. El Perú hoy es ejemplo de
esto.
Por
otro lado, el sicariato y la inseguridad han escalado. Los valores familiares y
comunitarios han sido reemplazados por el miedo y el egoísmo. Esto recuerda lo
que dice el profeta Oseas: “No hay verdad, ni misericordia, ni conocimiento de
Dios en la tierra. Perjurar, mentir, matar, hurtar y adulterar prevalecen, y
homicidio tras homicidio se suceden.” (Oseas 4:1-2).
Cuando
una sociedad se aleja de los principios de Dios, la violencia se multiplica. La
raíz del problema no es solo política, sino espiritual.
El
Congreso y el Ejecutivo parecen más enfocados en luchas internas y privilegios
que en servir al pueblo. La Biblia denuncia este tipo de liderazgo:
“¡Ay
de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de mi rebaño! dice
Jehová.” (Jeremías 23:1).
Los
líderes han sido llamados para pastorear, no para saquear. Un liderazgo que
busca su propio beneficio y no protege al pueblo será juzgado por Dios.
Ante
esta crisis, la Iglesia no puede ser espectadora pasiva. Jesús dijo:
“Vosotros
sois la luz del mundo... así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para
que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos.” (Mateo 5:14,16).
El
Perú necesita una Iglesia que denuncie el pecado, pero también que sane,
enseñe, consuele y proponga un modelo de vida basado en la justicia, la verdad
y el amor.
El
Perú no solo necesita una reforma política, económica o legal. Lo que realmente
necesita es una restauración espiritual profunda y genuina. Las raíces
del caos que vivimos están en el corazón del ser humano, en su alejamiento de
Dios, en la indiferencia ante el pecado, en la normalización de la injusticia,
y en la falta de temor reverente ante lo sagrado.
El
mal se ha naturalizado. La violencia se ha vuelto paisaje. La corrupción ya no
indigna como antes. Y, lo más triste, es que muchas veces la Iglesia ha optado
por el silencio o por el encierro en sí misma. Pero hoy Dios está llamando a
su pueblo a levantarse.
Se
necesita una iglesia
que interceda
La
restauración comienza en el altar. No podemos esperar un cambio sin doblar
rodillas. El libro de Joel nos recuerda: “Volved a mí con todo vuestro corazón,
con ayuno, lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón y no vuestros vestidos.” (Joel
2:12-13).
La
Iglesia debe clamar, llorar por el Perú, pedir misericordia por los jóvenes que
mueren en manos del sicariato, por los niños sin futuro, por las autoridades
perdidas en su egoísmo. Necesitamos un pueblo de rodillas para que Dios levante
a una nación diferente de la que tenemos.
Una iglesia profética
Callar
ante el mal es volverse cómplice. La Iglesia debe alzar la voz como atalaya,
como voz de Dios en medio del desierto moral que vivimos: “Clama a voz en
cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su
rebelión.” (Isaías 58:1).
El
Perú necesita pastores que hablen con valor, creyentes que no se acomoden al
sistema, jóvenes que no se avergüencen del Evangelio, líderes cristianos que no
se vendan ni se callen. ¡La verdad debe resonar en las plazas, en las redes, en
los templos y en las instituciones!
Una iglesia que actúe
No
basta con orar, hay que actuar. Jesús dijo que somos la sal de la tierra y
la luz del mundo (Mateo 5:13-14). ¿De qué sirve la sal si no sala? ¿De qué
sirve la luz si se esconde?
Es
hora de que la Iglesia:
·
Salga
a las calles con compasión y palabra profética.
·
Se
involucre en el bienestar social, sin perder su identidad espiritual.
·
Denuncie
la corrupción, pero también promueva integridad.
·
Forme
nuevos líderes con carácter cristiano para transformar el país.
·
Discipule
a las familias, para restaurar el tejido social.
Dios aún puede sanar nuestra tierra
El
Perú puede renacer. Pero para eso, la Iglesia tiene que despertar. El llamado
es urgente: “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te
alumbrará Cristo.” (Efesios 5:14).
No
podemos esperar que los impíos arreglen lo que el pueblo de Dios ha descuidado.
La restauración del Perú no vendrá del Congreso ni del Ejecutivo: vendrá del
Cielo, si el pueblo de Dios responde a su llamado.
Perú, vuelve tu rostro a Dios
Perú
amado, tierra de historia y coraje, hoy clamas en silencio desde tus entrañas
heridas. Tus calles lloran por justicia, tus jóvenes buscan esperanza, y tus
hogares se debaten entre la fe y el miedo. Nos duele verte así, desgarrado por
la corrupción, azotado por la violencia, traicionado por quienes juraron
servirte.
Pero
aún hay esperanza. Porque Dios no ha cerrado el cielo sobre esta nación.
Su amor sigue tendido como un puente sobre el abismo. Su voz sigue susurrando
en medio del caos: “Vuelve a mí, Perú, y yo sanaré tus heridas.”
Hoy,
más que nunca, la Iglesia tiene que despertar. No podemos seguir callando
mientras el infierno avanza. No podemos guardar el mensaje de salvación
mientras el país se pierde. No podemos conformarnos con orar en privado cuando
Dios nos está llamando a hablar en público.
Es tiempo de ser luz. Es tiempo de ser sal. Es tiempo de
ser esperanza.
Que
cada creyente se convierta en un faro. Que cada pastor sea voz profética. Que
cada iglesia sea un hospital de almas y un campo de entrenamiento para
restauradores. Que volvamos a Dios con todo el corazón… y Él, fiel a Su
promesa, sanará nuestra tierra, porque, aunque las tinieblas cubran el
Perú, la luz de Cristo aún puede brillar más fuerte.
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