El
ministerio pastoral es una de las más altas responsabilidades que un ser humano
puede recibir. No es un lugar para engrandecerse, sino para vaciarse, como lo
hizo Cristo. Sin embargo, no podemos ignorar que dentro del mismo ministerio
pueden surgir actitudes peligrosas cuando el corazón del líder se desvía. Una
de las más comunes es el crecimiento del ego alimentado por el poder, la
influencia y el reconocimiento.
El
ego espiritual puede ser una trampa disfrazada de unción. No es raro ver
líderes que, al pasar los años, dejan de ser pastores para convertirse en
"jefes", "figuras" o "intocables". Su presencia
se vuelve más importante que la de Cristo, sus opiniones más valiosas que la
Palabra, y su imagen más cuidada que su carácter.
El
ego comienza con pequeños gestos: ya no saludar, no escuchar, menospreciar al
hermano sencillo, evitar a los "pocos importantes". Pero con el
tiempo, estas actitudes se consolidan en un liderazgo autoritario que ya no
representa al Buen Pastor.
El
modelo de Jesús es diferente, es humildad hasta el final. Jesús, siendo el Hijo
de Dios, nunca buscó ser servido, sino servir. Lavó los pies de sus discípulos,
incluyendo al que lo traicionaría. Comió con los pecadores, tocó al leproso,
abrazó al niño. Nunca se elevó por encima de los demás, aunque era el más grande.
Él dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29).
La
verdadera autoridad espiritual no se basa en jerarquías humanas, sino en la
capacidad de reflejar a Cristo en todo. La unción no es para impresionar, sino
para servir.
Sin
embargo, el liderazgo deformado aleja del pueblo y de Dios. Cuando un líder se
endiosa a sí mismo, pierde sensibilidad, comienza a tratar a la gente como
súbditos, y ya no como hermanos. Vive rodeado de aduladores, pero desconectado
del corazón del pueblo y cree vivir en lo alto, pero en realidad se ha alejado
de la presencia de Dios.
Una
iglesia que teme a su pastor más que a Dios está mal formada. Una comunidad que
ve al líder como una celebridad y no como un siervo, está caminando hacia el
peligro. El respeto no se impone con títulos, se gana con humildad.
Es
menester volver al corazón del Buen Pastor. Este es un llamado urgente a todos
los que servimos en el ministerio: Volvamos a la humildad, volvamos a la fuente,
volvamos a lavar pies. Ser pastor no es subir de categoría, es bajar al nivel
del dolor ajeno, es ensuciarse las manos con las heridas de las ovejas.
La
humildad no se predica, se vive. Y si algún día sentimos que estamos por encima
de los demás, recordemos que el Salvador del mundo prefirió bajar, despojarse,
y morir en una cruz.
Para
concluir pidamos al Señor que nos libre de todo orgullo disfrazado de
espiritualidad. Que nuestros corazones estén siempre alineados con el suyo y que
podamos vivir como siervos, no como figuras. Porque al final, sólo uno merece
la gloria: Jesucristo, el verdadero Pastor de nuestras almas.
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