jueves, 17 de julio de 2025

SIMONÍA: DEL ESCÁNDALO MEDIEVAL A UNA AMENAZA ACTUAL PARA LA IGLESIA

 



En los anales de la historia de la Iglesia, uno de los capítulos más vergonzosos fue la práctica conocida como simonía. Aunque su origen es bíblico, fue durante la Edad Media donde alcanzó su máxima expresión, particularmente en la Iglesia de Roma. Sin embargo, como pastor evangélico, debo reconocer con tristeza que este mal no pertenece únicamente al pasado ni a una sola denominación. En muchas expresiones del cristianismo contemporáneo, especialmente en contextos donde el evangelio ha sido mercantilizado, la simonía ha resurgido con fuerza.

¿QUÉ ES LA SIMONÍA?

La palabra simonía proviene de Simón el mago, un personaje mencionado en Hechos 8:18–24, quien ofreció dinero a los apóstoles para obtener el poder de impartir el Espíritu Santo. Pedro, indignado, le reprende severamente, diciendo: “Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero”. Desde entonces, el término se refiere al pecado de comerciar con lo sagrado: cargos eclesiásticos, sacramentos, bendiciones, y en tiempos modernos, incluso milagros o títulos ministeriales.

LA SIMONÍA EN LA IGLESIA MEDIEVAL

Durante la Edad Media, especialmente entre los siglos IX y XII, la simonía fue una práctica común en la Iglesia Católica. Obispos y abades compraban sus cargos, no por vocación espiritual, sino por intereses políticos o económicos. Esta corrupción llevó al desprestigio del clero y motivó una serie de reformas eclesiásticas, como las promovidas por el papa Gregorio VII.

La simonía no solo distorsionó el propósito del ministerio pastoral, sino que alejó a muchas personas de una verdadera relación con Dios, sembrando escepticismo y desconfianza en la autoridad espiritual.

¿HA MUERTO LA SIMONÍA?

Lamentablemente, no. Aunque hoy no se compran abiertamente obispados o abadías, la esencia de la simonía sigue viva donde se comercia con lo espiritual. Algunas formas modernas de simonía en el contexto evangélico incluyen:

La venta de títulos ministeriales sin preparación teológica ni llamado pastoral.

El cobro por milagros, profecías o liberaciones, muchas veces en eventos donde el centro ya no es Cristo, sino el espectáculo.

La presión para “sembrar” dinero como requisito para recibir una bendición o una palabra de parte de Dios.

El uso de la influencia espiritual como moneda de cambio para obtener poder, favores o visibilidad ministerial.

Estas prácticas, disfrazadas de “honra al ungido” o “principios de prosperidad”, en realidad son una afrenta al evangelio de Jesucristo.

¿QUÉ DICE LA BIBLIA?

La Escritura es clara y contundente respecto a este tema. El apóstol Pedro exhorta a los pastores: “Apacentad la grey de Dios... no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto” (1 Pedro 5:2).

Pablo, por su parte, afirma que no codició el oro ni la plata de nadie, sino que trabajó con sus manos para no ser carga a nadie (Hechos 20:33-35). Jesús mismo dijo: “De gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:8).

La verdadera obra del ministerio no se cobra, se sirve con entrega y gratitud.

¿CÓMO DEBEMOS RESPONDER COMO IGLESIA?

Con discernimiento: No todo lo que lleva el nombre de “evangelio” lo es. La iglesia debe aprender a identificar cuándo se está manipulando la fe con fines económicos.

Con formación: Una iglesia bíblicamente instruida no será fácilmente engañada por falsos ministros que lucran con lo sagrado.

Con integridad pastoral: Los líderes debemos ser ejemplo de servicio desinteresado. El pastorado no es una carrera para escalar socialmente, sino un llamado para servir con humildad.

Con denuncia profética: La Iglesia necesita alzar su voz y rechazar estas prácticas que deshonran el nombre de Cristo.

La simonía, aunque tiene raíces antiguas, es un peligro real en nuestros días. El corazón humano no ha cambiado, y la tentación de lucrar con lo sagrado sigue vigente. Hoy más que nunca, la Iglesia necesita volver a la sencillez del evangelio, al carácter de Cristo y al modelo de los apóstoles. Como pastores y líderes, tenemos la responsabilidad de cuidar el rebaño del Señor, no de explotarlo. Que nunca caigamos en el error de Simón el mago, creyendo que lo divino puede ser comprado. Que el Señor nos guarde de la simonía y nos dé corazones limpios, íntegros y fieles a su llamado.

 

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