A lo largo de la historia de la fe, Dios ha levantado hombres y mujeres que decidieron responder con valentía al llamado divino, aunque eso significara renunciar a todo lo que conocían y amaban. Desde Abraham, que dejó su tierra y parentela sin saber a dónde iba, hasta los discípulos de Jesús que abandonaron sus barcas, redes y familias para seguir al Maestro, el servicio a Dios siempre ha requerido una decisión radical y una fe firme.
Jesús
nunca escondió el costo del discipulado. Él mismo nos dijo: "El que no
toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí" (Mateo 10:38),
y
también: "Cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no
puede ser mi discípulo" (Lucas 14:33).
Estas
palabras pueden parecer duras, pero contienen una verdad profunda: servir a
Dios no es un añadido a nuestra vida, es un cambio de rumbo total. Es reconocer
que ya no vivimos para nosotros, sino para aquel que nos llamó de las tinieblas
a su luz admirable (1 Pedro 2:9).
Ahora
bien, no todos responden al llamado de la misma manera. Algunos, movidos por
una fe sólida y una pasión ardiente, lo dejan todo sin mirar atrás. Como el
apóstol Pablo, consideran todo como pérdida con tal de ganar a Cristo
(Filipenses 3:7-8). Pero otros, al escuchar el llamado, titubean. Comienzan a
hacer cálculos: ¿Y si no tengo para vivir? ¿Y si mi familia no me apoya? ¿Y si
fracaso? ¿Y si Dios no provee?
Estas
dudas no son nuevas. Jesús mismo nos relató la historia del joven rico (Mateo
19:16-22), un hombre que lo tenía todo: riqueza, moral, interés espiritual…
pero no pudo dar el paso decisivo. Se fue triste, porque sus bienes pesaban más
que su deseo de seguir al Señor. No es que fuera malo tener riquezas, sino que
su corazón estaba demasiado apegado a ellas.
Y
ahí está el corazón del asunto: el temor de perder, el miedo de quedarse sin
nada. Es como si, al entregar todo a Dios, temiésemos que Él nos dejará vacíos.
Pero ¿acaso Dios no es más generoso que nosotros? ¿Acaso no prometió que nadie
que haya dejado casa, familia o posesiones por causa del Reino quedará sin
recompensa (Marcos 10:29-30)?
La
paradoja del Evangelio es esta: solo cuando lo soltamos todo, lo ganamos todo.
Solo cuando perdemos la vida por causa de Cristo, la encontramos. Servir a Dios
no es camino de miseria, sino de plenitud; no es ruta de escasez, sino de
dependencia gloriosa.
Como
dijo David: "Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado,
ni su descendencia que mendigue pan" (Salmo 37:25).
¿Entonces,
por qué aún dudamos? Porque somos humanos. Porque el corazón quiere seguridad,
certezas, estabilidad. Pero el llamado de Dios no se basa en nuestras
garantías, sino en su fidelidad.
Hoy,
si estás luchando con tu llamado, si sientes que Dios te está pidiendo más
—quizás dejar un trabajo, moverte a otra ciudad, iniciar un ministerio, o
simplemente rendir tu voluntad— recuerda esto: Dios no llama a los capacitados,
capacita a los que llama. Y donde Él guía, también provee.
Confía
en el carácter de Dios más que en la lógica de tus temores. Dios es fiel. No te
pedirá que sueltes algo si no tiene algo mejor preparado para ti en sus planes
eternos.
Renunciar
por Él nunca es pérdida. Es siembra. Y lo sembrado en el Reino siempre produce
fruto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario