Una
reflexión sobre la vejez y la confianza en el Señor.
Hay una
etapa en la vida que a muchos les causa temor: la vejez. Se acerca lentamente,
sin prisa, pero sin pausa, y con ella llegan los recuerdos, los achaques, la
partida de seres queridos, y en muchos casos, el silencio de una casa que
alguna vez estuvo llena de voces y risas. Para algunos, la vejez significa
sentirse olvidados, innecesarios o incluso una carga. Los hijos ya no están,
los nietos crecen, y uno empieza a pensar si aún hay algo que aportar. El
cuerpo se debilita, la memoria falla, y la soledad golpea más fuerte. Sin
embargo, para el creyente, la vejez no es el final sombrío del camino, sino una
etapa más del peregrinaje con Dios. El Dios que nos llamó en la juventud, que
nos acompañó en la adultez, no se jubila cuando envejecemos. Su presencia no
disminuye con los años; su fidelidad no caduca.
La Biblia
nos entrega una promesa conmovedora y profunda en Isaías 46:4:
“Hasta
vuestra vejez yo seré el mismo, y hasta las canas os soportaré yo;
yo hice, yo
llevaré, yo soportaré y guardaré.”
¡Qué
declaración tan tierna del corazón de Dios! Él dice: “Yo te sostendré.” No
cuando seas fuerte, sino cuando estés más débil. No cuando tengas muchos a tu
alrededor, sino cuando sientas que estás solo. Dios no solo está presente; Él
carga, lleva y cuida. Como el pastor que alza a la oveja cansada, así lo hace
con sus hijos envejecidos.
A veces, el
mundo valora solo a los jóvenes, a los productivos, a los ágiles, pero Dios
valora el corazón que confía, el alma que ha caminado con Él por años, el
espíritu que, aunque cansado, aún lo busca con devoción. La vejez puede ser el
tiempo de mayor profundidad espiritual, donde el ruido de la vida cede espacio
a la contemplación, la oración, la sabiduría y la paz.
No, la vejez
no es una maldición, en la Palabra, es llamada “corona de honra” (Proverbios
16:31). El Salmo 92 declara que los justos “aun en la vejez fructificarán;
estarán vigorosos y verdes”. El creyente anciano no es un árbol seco, sino una
raíz profunda que sostiene y nutre a las generaciones que vienen.
Y si bien
puede haber enfermedad, limitaciones o abandono humano, Dios nunca abandona. Su
cuidado es más constante que el de cualquier hijo, más compasivo que el de
cualquier médico, más fiel que el de cualquier amigo. Él está, siempre
presente.
La vejez,
entonces, no es un tiempo para temer, sino para confiar aún más. Es la etapa
donde se espera, como Simeón y Ana en el templo, ver el rostro del Salvador y
descansar en paz. Es el tiempo de orar con más fervor, de aconsejar con
sabiduría, de amar con paciencia y de esperar con esperanza.
Porque al
final, cuando el cuerpo cese y el alma parta, no seremos abandonados. Seremos
recibidos por el mismo Dios que nos cuidó desde el vientre, que nos sostuvo en
la infancia, que nos guió en la adultez, y que nunca dejó de caminar con
nosotros. No estás solo, Dios está contigo y eso es suficiente.
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