En
los tiempos de Jesús y los apóstoles, la motivación para predicar el Evangelio
nunca fue el dinero. Cristo mismo declaró: “De gracia recibisteis, dad de
gracia” (Mateo 10:8). Su vida fue el ejemplo perfecto de servicio
desinteresado: no tenía dónde recostar su cabeza (Mateo 8:20) y, aun así, nunca
dejó de anunciar el Reino de Dios. Los apóstoles siguieron su ejemplo,
predicando y viviendo por fe, confiando plenamente en el sustento divino. El
apóstol Pablo, por ejemplo, trabajaba como fabricante de tiendas para no ser
una carga económica para las iglesias (Hechos 18:3; 2 Corintios 11:9). Su
motivación era el amor a Cristo y el anhelo de ver almas transformadas.
Hoy
en día, la situación ha cambiado de manera alarmante. Aunque es comprensible y
justo que las iglesias cuenten con presupuestos para cubrir gastos y avanzar en
la obra del Señor, hay congregaciones donde la búsqueda de dinero parece haber
desplazado el verdadero propósito del Evangelio. Vemos líderes que acumulan
riquezas, viven con lujos exorbitantes y no parecen reflejar el carácter
humilde de Cristo. Lo más preocupante es que muchas veces sus seguidores no
cuestionan esta conducta, pareciendo más cautivados por la prosperidad terrenal
que por la verdad bíblica.
El
dinero en sí no es el problema; la Biblia enseña que “el amor al dinero es la
raíz de todos los males” (1 Timoteo 6:10). Cuando los recursos son utilizados
para la extensión del Reino, para apoyar a los necesitados, enviar misioneros y
enseñar la Palabra, cumplen su propósito justo. Sin embargo, cuando se usan
para vanidades y excesos, distorsionan el testimonio de la iglesia y hacen
tropezar a los creyentes.
Es
necesario que las iglesias vuelvan a los principios del Evangelio, recordando
que el llamado es a vivir por fe, a depender de Dios como nuestra provisión
principal y a ser administradores responsables de los bienes que Él pone en
nuestras manos. La iglesia necesita líderes que, como Pablo, puedan decir con
sinceridad: “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado” (Hechos 20:33).
Al
final, Dios juzgará a quienes han hecho del Evangelio un negocio y han usado
los recursos del pueblo de Dios para su propio beneficio. Nuestro llamado es
ser una iglesia que no ama el dinero, sino que ama a Dios y a su obra, viviendo
con sencillez y fidelidad. Que el Señor nos ayude a ser luz en medio de esta
generación y a mostrar que el verdadero tesoro está en el cielo (Mateo
6:19-21).
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