miércoles, 5 de marzo de 2025

UNA IGLESIA QUE NO AMA EL DINERO

 

En los tiempos de Jesús y los apóstoles, la motivación para predicar el Evangelio nunca fue el dinero. Cristo mismo declaró: “De gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:8). Su vida fue el ejemplo perfecto de servicio desinteresado: no tenía dónde recostar su cabeza (Mateo 8:20) y, aun así, nunca dejó de anunciar el Reino de Dios. Los apóstoles siguieron su ejemplo, predicando y viviendo por fe, confiando plenamente en el sustento divino. El apóstol Pablo, por ejemplo, trabajaba como fabricante de tiendas para no ser una carga económica para las iglesias (Hechos 18:3; 2 Corintios 11:9). Su motivación era el amor a Cristo y el anhelo de ver almas transformadas.

Hoy en día, la situación ha cambiado de manera alarmante. Aunque es comprensible y justo que las iglesias cuenten con presupuestos para cubrir gastos y avanzar en la obra del Señor, hay congregaciones donde la búsqueda de dinero parece haber desplazado el verdadero propósito del Evangelio. Vemos líderes que acumulan riquezas, viven con lujos exorbitantes y no parecen reflejar el carácter humilde de Cristo. Lo más preocupante es que muchas veces sus seguidores no cuestionan esta conducta, pareciendo más cautivados por la prosperidad terrenal que por la verdad bíblica.

El dinero en sí no es el problema; la Biblia enseña que “el amor al dinero es la raíz de todos los males” (1 Timoteo 6:10). Cuando los recursos son utilizados para la extensión del Reino, para apoyar a los necesitados, enviar misioneros y enseñar la Palabra, cumplen su propósito justo. Sin embargo, cuando se usan para vanidades y excesos, distorsionan el testimonio de la iglesia y hacen tropezar a los creyentes.

Es necesario que las iglesias vuelvan a los principios del Evangelio, recordando que el llamado es a vivir por fe, a depender de Dios como nuestra provisión principal y a ser administradores responsables de los bienes que Él pone en nuestras manos. La iglesia necesita líderes que, como Pablo, puedan decir con sinceridad: “Ni plata ni oro ni vestido de nadie he codiciado” (Hechos 20:33).

Al final, Dios juzgará a quienes han hecho del Evangelio un negocio y han usado los recursos del pueblo de Dios para su propio beneficio. Nuestro llamado es ser una iglesia que no ama el dinero, sino que ama a Dios y a su obra, viviendo con sencillez y fidelidad. Que el Señor nos ayude a ser luz en medio de esta generación y a mostrar que el verdadero tesoro está en el cielo (Mateo 6:19-21).

 

 

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