En tiempos
donde el evangelio ha sido distorsionado por intereses personales y el
materialismo se ha infiltrado en algunas esferas del liderazgo cristiano, es
urgente levantar la voz profética y recordar la esencia del llamado pastoral:
servir a Dios y a su pueblo con integridad, sin buscar ganancia deshonesta.
El apóstol
Pedro, consciente del peligro que representa el amor al dinero, exhortó a los
ancianos de la iglesia con estas palabras: “Apacentad la grey de Dios que está
entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por
ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto” (1 Pedro 5:2).
Este texto
nos recuerda que el ministerio no es un empleo común ni una fuente para
enriquecimiento personal. Es una vocación divina que exige entrega, sacrificio
y desprendimiento. Cuando el pastor se convierte en un asalariado que solo
actúa si hay paga, ha perdido de vista la naturaleza del llamado de Cristo.
Jesús mismo
advirtió sobre los falsos pastores cuando dijo: “El asalariado, y que no es el
pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas
y huye...” (Juan 10:12).
Este texto
revela que el asalariado está motivado por el dinero, no por amor. Y cuando
llegan los tiempos difíciles, abandona la obra porque no tiene compromiso
verdadero con las ovejas ni con el Dueño del rebaño.
Hoy vemos
con tristeza a quienes convierten el ministerio en una plataforma para obtener
beneficios personales, cobrando por predicar, por orar o por ejercer su función
pastoral. Esta actitud desvirtúa totalmente el carácter sacrificial del
ministerio y escandaliza a los débiles en la fe.
Jesús fue
radical con respecto a los que querían seguirlo por interés personal:
“Y dijo a
todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
cada día, y sígame” (Lucas 9:23).
Seguir a
Cristo implica renuncia, no ambición. Implica humildad, no codicia. El
verdadero ministro de Dios está dispuesto a servir aún sin recompensa
económica, porque sabe que su galardón viene del Señor.
El apóstol
Pablo es un modelo de entrega desinteresada. Él escribió: “Ni codicié plata, ni
oro, ni vestido de nadie... Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido
necesario a mí y a los que están conmigo, estas manos me sirvieron” (Hechos
20:33-34).
Aunque tenía
derecho a ser sostenido por la iglesia (1 Corintios 9:14), Pablo renunció
muchas veces a ese derecho para no ser tropiezo. Su prioridad era predicar el
evangelio, no enriquecerse con él.
Hoy más que
nunca, el pueblo necesita pastores conforme al corazón de Dios (Jeremías 3:15),
que sirvan por amor, guiados por el Espíritu Santo y no por el afán de lucro.
La avaricia
corrompe el ministerio, endurece el corazón y apaga la unción. Que el Señor
levante hombres y mujeres que sirvan con pasión, compasión y visión eterna,
recordando siempre que: “La piedad acompañada de contentamiento es gran
ganancia” (1 Timoteo 6:6).
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