Juan se enteró que su mujer le
era infiel. Alguien vino a decirle que ella se encontraba en un cuarto de hotel
con un hombre, le dejaron la dirección bajo su puerta. Al ver la nota, Juan se
llenó de ira, fue corriendo a su cuarto y sacó de una caja una pistola.
- ¡Esa infiel no merece vivir!
–dijo cegado por la ira.
Salió inmediatamente y fue
caminando hacia la dirección indicada muy cerca de su casa. Mientras iba
decidido a matarla pensaba en los momentos hermosos que había vivido con ella.
Fue una linda experiencia cuando la conoció hace cinco años, ¡cómo disfrutaba
verla cuando iba a recogerla a su trabajo! Luego llegó a su mente la escena del
primer hijo que tuvo con ella, Jaime, un tierno y delicado niño que nació con
un problema en las piernas, y quedó un poco cojo. Fue un golpe que lograron
superar después de mucho tiempo, se resignaron y aceptaron la voluntad de Dios.
No faltaba recordar las experiencias difíciles que vivieron para poder salir
adelante con el negocio de venta de pescado que pusieron en el mercado de “Ciudad
de Dios”, las jornadas de amanecidas para poder comprar el pescado fresco, las
dificultades para levantar el negocio, que ahora está consolidado y tienen
una clientela hecha.
- Yo pensé que esto nunca me
sucedería – se decía- , es algo que no entiendo, siempre le mostré mi cariño,
mi afecto. Nunca le fui infiel, y ahora me paga así. No merece mi cariño, no
merece a mi hijo, no merece vivir.
Mientras más pensaba en la
infidelidad, aceleraba más el paso para llegar pronto al hotel. La mente estaba
ofuscada, “sólo será un disparo certero en la cabeza”, pensaba, “y ese infeliz,
tampoco se va a escapar”. No le interesaba lo que pudiera sucederle después de
consumar su delito, no le interesaba si iría a la cárcel: “me destrozó la vida,
ya no queda nada de ella”.
A medida que avanzaba hacia el
lugar, escuchaba la voz potente que emitían unos altavoces de un coliseo cerca
al cual pasaba, la voz repetía una frase que se hacía más nítida a los oídos de
Juan: “¡entrégale tu arma a Cristo! ¡entrégale tu arma a Cristo!” Juan estaba
pensando en los detalles de su crimen, pero esa voz se hacía cada vez más
potente: “¡entrégale tu arma a Cristo!”
- ¿Qué significa esto? No entiendo.
Él, llevaba un arma y la voz
le decía que la entregara a Cristo. La puerta del coliseo estaba abierta, y se
le ocurrió entrar. Vio el recinto totalmente lleno de gente, y mientras seguía
caminando llegó a una puerta que se abrió y dio acceso a una losa deportiva
donde estaba ubicado el escenario. Allí había una plataforma elevada y se veía
la figura de un hombre con terno que se movía de un lado a otro y repetía: “¡entrégale
tu arma a Cristo!”
Juan, de pronto sintió una
angustia indescriptible, era algo que ardía dentro de él, pensaba que el
predicador que estaba haciendo el llamado se dirigía a él. Preso de la
ansiedad, sin ningún sentido ni razón válida para poder controlar sus actos, se
dirigió hacia el escenario y habiendo llegado a él, cayó de rodillas y se puso
a llorar como un niño. Sacó la pistola que traía a un costado de su cintura y
la arrojó al suelo a la vista de todos que se quedaron asombrados. El mismo
predicador quedó callado por unos segundos, detrás de Juan muchas personas más
se ubicaron y se arrodillaron llorando y pidiendo perdón a Dios.
Cuando terminó el evento, el
predicador se acercó a Juan que estaba hablando con un consejero, y le
preguntó:
- Disculpe amigo, soy el predicador
que hizo el llamado, doy gracias a Dios por su respuesta. Pero explíqueme ¿por
qué hizo lo que hizo?
Juan se secaba las lágrimas de
los ojos, apenas podía hablar, por ratos sollozaba, y el pastor le ponía la
mano sobre el hombro para calmarlo.
- Bueno, la verdad es que hice
caso a lo que usted decía – respondió Juan – Le entregué, mi arma a Cristo.
Usted decía: “¡entrégale tu arma a Cristo!”, y eso he venido a hacer. Me doy
cuenta que iba a cometer una locura, estaba dispuesto a matar a mi esposa que
me ha sido infiel, pero sé que no vale la pena. Sabe, ahora sé que Cristo me
ama e impidió que consumara mi delito. Gracias pastor.
Lo cierto es que el pastor
dijo: “¡entrégale tu alma a Cristo!”, pero parce que el Señor hizo que Juan
escuchara otra cosa. De todos modos el Señor tenía un propósito para con él,
pues aparte de salvarlo de cometer un doble crimen, lo perdonó, lo salvó y
ahora es un hijo de Dios.
No mucho tiempo después, la
mujer de Juan lo abandonó escapándose con otro hombre. Juan logró obtener la
tenencia de su hijo. Fueron días duros para él, sin embargo, tiempo después
pudo conocer a una mujer que amaba a Dios al igual que él y rehacer su vida.
Hoy es un cristiano que ama a Dios y le sirve junto con su esposa, y
experimenta lo que es vivir un hogar en donde Cristo es su ayudador y sostén, y
todo esto sucedió cuando él “le entregó su arma a Cristo”.
WALTER DELGADO
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