martes, 3 de junio de 2014

ENTREGALE TU ARMA A CRISTO



Juan se enteró que su mujer le era infiel. Alguien vino a decirle que ella se encontraba en un cuarto de hotel con un hombre, le dejaron la dirección bajo su puerta. Al ver la nota, Juan se llenó de ira, fue corriendo a su cuarto y sacó de una caja una pistola.
- ¡Esa infiel no merece vivir! –dijo cegado por la ira.
Salió inmediatamente y fue caminando hacia la dirección indicada muy cerca de su casa. Mientras iba decidido a matarla pensaba en los momentos hermosos que había vivido con ella. Fue una linda experiencia cuando la conoció hace cinco años, ¡cómo disfrutaba verla cuando iba a recogerla a su trabajo! Luego llegó a su mente la escena del primer hijo que tuvo con ella, Jaime, un tierno y delicado niño que nació con un problema en las piernas, y quedó un poco cojo. Fue un golpe que lograron superar después de mucho tiempo, se resignaron y aceptaron la voluntad de Dios. No faltaba recordar las experiencias difíciles que vivieron para poder salir adelante con el negocio de venta de pescado que pusieron en el mercado de “Ciudad de Dios”, las jornadas de amanecidas para poder comprar el pescado fresco, las dificultades para levantar el negocio, que ahora está consolidado y tienen una clientela hecha.
- Yo pensé que esto nunca me sucedería – se decía- , es algo que no entiendo, siempre le mostré mi cariño, mi afecto. Nunca le fui infiel, y ahora me paga así. No merece mi cariño, no merece a mi hijo, no merece vivir.
Mientras más pensaba en la infidelidad, aceleraba más el paso para llegar pronto al hotel. La mente estaba ofuscada, “sólo será un disparo certero en la cabeza”, pensaba, “y ese infeliz, tampoco se va a escapar”. No le interesaba lo que pudiera sucederle después de consumar su delito, no le interesaba si iría a la cárcel: “me destrozó la vida, ya no queda nada de ella”.
A medida que avanzaba hacia el lugar, escuchaba la voz potente que emitían unos altavoces de un coliseo cerca al cual pasaba, la voz repetía una frase que se hacía más nítida a los oídos de Juan: “¡entrégale tu arma a Cristo! ¡entrégale tu arma a Cristo!” Juan estaba pensando en los detalles de su crimen, pero esa voz se hacía cada vez más potente: “¡entrégale tu arma a Cristo!”
- ¿Qué significa esto? No entiendo.
Él, llevaba un arma y la voz le decía que la entregara a Cristo. La puerta del coliseo estaba abierta, y se le ocurrió entrar. Vio el recinto totalmente lleno de gente, y mientras seguía caminando llegó a una puerta que se abrió y dio acceso a una losa deportiva donde estaba ubicado el escenario. Allí había una plataforma elevada y se veía la figura de un hombre con terno que se movía de un lado a otro y repetía: “¡entrégale tu arma a Cristo!”
Juan, de pronto sintió una angustia indescriptible, era algo que ardía dentro de él, pensaba que el predicador que estaba haciendo el llamado se dirigía a él. Preso de la ansiedad, sin ningún sentido ni razón válida para poder controlar sus actos, se dirigió hacia el escenario y habiendo llegado a él, cayó de rodillas y se puso a llorar como un niño. Sacó la pistola que traía a un costado de su cintura y la arrojó al suelo a la vista de todos que se quedaron asombrados. El mismo predicador quedó callado por unos segundos, detrás de Juan muchas personas más se ubicaron y se arrodillaron llorando y pidiendo perdón a Dios.
Cuando terminó el evento, el predicador se acercó a Juan que estaba hablando con un consejero, y le preguntó:
- Disculpe amigo, soy el predicador que hizo el llamado, doy gracias a Dios por su respuesta. Pero explíqueme ¿por qué hizo lo que hizo?
Juan se secaba las lágrimas de los ojos, apenas podía hablar, por ratos sollozaba, y el pastor le ponía la mano sobre el hombro para calmarlo.
- Bueno, la verdad es que hice caso a lo que usted decía – respondió Juan – Le entregué, mi arma a Cristo. Usted decía: “¡entrégale tu arma a Cristo!”, y eso he venido a hacer. Me doy cuenta que iba a cometer una locura, estaba dispuesto a matar a mi esposa que me ha sido infiel, pero sé que no vale la pena. Sabe, ahora sé que Cristo me ama e impidió que consumara mi delito. Gracias pastor.
Lo cierto es que el pastor dijo: “¡entrégale tu alma a Cristo!”, pero parce que el Señor hizo que Juan escuchara otra cosa. De todos modos el Señor tenía un propósito para con él, pues aparte de salvarlo de cometer un doble crimen, lo perdonó, lo salvó y ahora es un hijo de Dios.
No mucho tiempo después, la mujer de Juan lo abandonó escapándose con otro hombre. Juan logró obtener la tenencia de su hijo. Fueron días duros para él, sin embargo, tiempo después pudo conocer a una mujer que amaba a Dios al igual que él y rehacer su vida. Hoy es un cristiano que ama a Dios y le sirve junto con su esposa, y experimenta lo que es vivir un hogar en donde Cristo es su ayudador y sostén, y todo esto sucedió cuando él “le entregó su arma a Cristo”.
WALTER DELGADO



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